La proa desliza su vientre sobre las embravecidas aguas
Las aves que sobre el mar vuelan tiñen la vastedad infinita
A mis espaldas, una multitud despide a los afortunados que escapan de sus peceras
Pañuelos blancos se agitan en la costa
y mi pecho (que no se arrepiente) comienza a extrañarte
¡Adiós!, a los comercios y comerciantes
a los niños de mi tierra y de los cielos celestes
Adiós, a las tímidas mareas del encierro
que como a un tonel de buen vino
me resguardan en la soledad de un sótano humedecido
Tal vez me ate al mástil como el londinense
La arena amontonada se desintegra bajo el navío
Ya no se distinguir entre el cielo y el océano
¡No mires hacia atrás!, grita la tierra desdibujada
Con un nudo en la garganta y un despojo de miserias
me interno en la profunda inmensidad del agua
Las ávidas tinieblas me rescatan de pensarte
Las velas se inflan con el viento que nos empuja
y en la noche más oscura
sobre una embarcación de la que descreo
las estrellas guían el curso
de todos nuestros corazones
Un puñado de gaviotas escapa del aguacero
Las nubes soplan la lluvia embravecida desde sus gargantas
A lo lejos, en el fondo del abismo,
los ahogados de todos los tiempos
nos saludan y sonríen desde la tumba que los alberga
Mi ser se crispa como el de las sirenas cercanas a la costa
Es entonces, cuando en pleno viaje hacia el mañana
me revuelve el estómago un viejo anhelo de libertinaje engañoso
Me alejo de las costas que alimentan los fantasmas
para perderme en el horizonte como el ocaso de los días
No quisiera pisar tierra
sin antes haber develado el lenguaje de mi alma